Alguien me preguntó una vez, en
otra lejana galaxia, qué le diría, si pudiera, al niño que fui… Esta es la
respuesta:
Corría uno de los veranos de la década
de los setenta. Una serie de esperanzas empezaban a forjarse en el horizonte de
una sociedad que acababa de despertar de un prolongado letargo de cuarenta
inviernos, muchos de ellos en blanco y negro. Morían los pájaros de Eduardo
Goligorsky, pero otros echaban a volar en el imaginario colectivo de la
libertad sin ira. Asimov tenía la clave y T.M. Disch diseñaba la futura
sociedad de la evaluación genética, en la que un día a día esponsorizado al
minuto, hacía desesperar al sojuzgado genio creador. Ya sabíamos, por el
evangelio según Clarke, como serían los futuros encuentros cercanos de la
tercera clase. Tendrían lugar en terreno neutral, lo cual nos permitía respirar
aliviados. Mientras leíamos todos aquellos maravillosos relatos que conjuraban
el peligro nuclear, la descomposición de la sociedad, la degeneración ecológica
-porque creíamos que, al escribir y leer sobre ellos, alejaríamos el peligro de
un desenlace real-, imaginábamos inocentemente que la evolución tecnológica del
mundo nos llevaría automática y unívocamente a las esperadas etapas de un progreso
tan altruista como utópico.
Una vez conseguida la Luna, pensábamos, Marte no
tardaría en caer. Una vez firmados los acuerdos de limitación de armamento, la
paz mundial estaba a la vuelta de la esquina. El fin del hambre, la
erradicación de la enfermedad...serían logros del siglo entrante. Una mente
juvenil esperanzada y confiada en un futuro al que nos dirigíamos con movimiento
uniformemente acelerado. Un chaval que se asomaba con un poco de temor, pero
ilusionado, a los estudios medios y superiores; que empezaba a formar lazos de amistad
y cariño con sus iguales, que leía ávidamente a los maestros de la anticipación
y oía con embeleso a los clásicos, antes de sumergirse -ya para siempre- en la
grandiosa música de una década de prodigios sonoros.
A ese chaval de trece o
catorce años, he de ir y decirle, ahora que lo sé, que estaba equivocado, que
el progreso no está garantizado, que las relaciones sociales son problemáticas,
que el amor a veces, huye de nuestras vidas...No, mejor no le diré nada. Dejaré
que siga viviendo feliz aquella época de ilusión y esperanza en un futuro
mejor. Y que, con la mente limpia y el espíritu intacto, se enfrente
a lo que esté por venir. Y creo que, en todo caso, tendrá muchas posibilidades de
salir victorioso.
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