jueves, 16 de abril de 2015

Mejor no le diré nada


Alguien me preguntó una vez, en otra lejana galaxia, qué le diría, si pudiera, al niño que fui… Esta es la respuesta:



  Corría uno de los veranos de la década de los setenta. Una serie de esperanzas empezaban a forjarse en el horizonte de una sociedad que acababa de despertar de un prolongado letargo de cuarenta inviernos, muchos de ellos en blanco y negro. Morían los pájaros de Eduardo Goligorsky, pero otros echaban a volar en el imaginario colectivo de la libertad sin ira. Asimov tenía la clave y T.M. Disch diseñaba la futura sociedad de la evaluación genética, en la que un día a día esponsorizado al minuto, hacía desesperar al sojuzgado genio creador. Ya sabíamos, por el evangelio según Clarke, como serían los futuros encuentros cercanos de la tercera clase. Tendrían lugar en terreno neutral, lo cual nos permitía respirar aliviados. Mientras leíamos todos aquellos maravillosos relatos que conjuraban el peligro nuclear, la descomposición de la sociedad, la degeneración ecológica -porque creíamos que, al escribir y leer sobre ellos, alejaríamos el peligro de un desenlace real-, imaginábamos inocentemente que la evolución tecnológica del mundo nos llevaría automática y unívocamente a las esperadas etapas de un progreso tan altruista como utópico.

  Una vez conseguida la Luna, pensábamos, Marte no tardaría en caer. Una vez firmados los acuerdos de limitación de armamento, la paz mundial estaba a la vuelta de la esquina. El fin del hambre, la erradicación de la enfermedad...serían logros del siglo entrante. Una mente juvenil esperanzada y confiada en un futuro al que nos dirigíamos con movimiento uniformemente acelerado. Un chaval que se asomaba con un poco de temor, pero ilusionado, a los estudios medios y superiores; que empezaba a formar lazos de amistad y cariño con sus iguales, que leía ávidamente a los maestros de la anticipación y oía con embeleso a los clásicos, antes de sumergirse -ya para siempre- en la grandiosa música de una década de prodigios sonoros. 
  A ese chaval de trece o catorce años, he de ir y decirle, ahora que lo sé, que estaba equivocado, que el progreso no está garantizado, que las relaciones sociales son problemáticas, que el amor a veces, huye de nuestras vidas...No, mejor no le diré nada. Dejaré que siga viviendo feliz aquella época de ilusión y esperanza en un futuro mejor. Y que, con la mente limpia y el espíritu intacto, se enfrente a lo que esté por venir. Y creo que, en todo caso, tendrá muchas posibilidades de salir victorioso.

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