Diez millones de agujas se
clavaron en mi piel. Fui descuartizado, torturado, abrasado y estrangulado
innumerables veces a lo largo de aquel eterno segundo. Mis órganos internos
fueron triturados con diabólica eficacia. La sangre, circulando de manera caótica,
abandonaba sectores de mi cuerpo y se agolpaba en otros alcanzando una presión
insoportable. Algunos capilares comenzaron a estallar…Toda la cruel parafernalia
de los hábiles inquisidores medievales no habría alcanzado el clímax de dolor y
sufrimiento que aquel episodio provocó en mí y, supuse, también en X. Con un
destello de ironía en mi desfalleciente cerebro, llegué a pensar que quizá
hubiera sido mejor el golpe contra el fondo del barranco. Luego, nada. Supongo
que mi cuerpo y mi mente sucumbieron al dolor y perdí el conocimiento.
Pero sobrevivimos. La desesperada
estrategia de X dio resultado. Más tarde me explicó que, en aquellos
angustiosos momentos, comprendió que el dispositivo no podía elevarlos al estar
sometido a la aceleración de la caída, y que necesitaría un punto de apoyo,
sobre el que establecer la fuerza del impulso ascendente. Pero tuvo que esperar
a estar cerca del suelo para poder utilizarlo como tal.
Seguramente, el bueno de X,
cuando terminara este viaje, se pondría en contacto con los técnicos o cabezas
pensantes o prebostes tecnológicos o lo que quiera que sea que tienen en su
mundo para ocuparse de los detalles técnicos de estos superavanzados
cacharritos para explicar lo que hizo y que ellos a su vez le explicaran qué es
lo que pasó realmente. Yo no necesitaba saber nada de eso. Me conformaba con
ver que, de una u otra forma, había funcionado y nos había salvado la vida.