La primera de ellas es el hecho, que ya mencioné anteriormente, de que si tenemos en
cuenta los cálculos de Eratóstenes, el mapa de Toscanelli no serviría para
hacerse una idea de la verdadera distancia hasta las tierras del extremo Oriente.
Aunque esta visión arrojaría cierto pesimismo de cara al éxito de la empresa,
no podemos dejar de tenerla en cuenta. Con estos cálculos, el mar Océano se
dilataría hasta casi el doble de la apreciación más favorable, y, sin conocer
qué condiciones, qué vientos o qué ignotos peligros acecharían en sus más remotos
dominios, sería en extremo arriesgado el emprender la aventura.
La ignorancia de
los antiguos les llevó a pensar que un innombrable abismo se tragaba las aguas
del océano al llegar a sus confines. Y que desconocidos monstruos acechaban al
incauto marino que osara navegar por esas aguas. La razón nos dice que nada de eso
es posible. Pero una pobre carabela, abandonada a su destino en esa inmensidad,
quien sabe si detenida en una angustiosa e interminable calma, o zarandeada por
terribles tormentas, quizá sucumbiera, y con ella toda su desgraciada tripulación,
a una fatal agonía o a un mortal desastre.
Pero, ¿y si
hubiera alguna otra tierra, siquiera pequeñas islas que jalonaran tan extensa
singladura? Y esta es precisamente la segunda cuestión a la que aludía
anteriormente. Cabe pensar que pueden existir otras tierras en ese vasto Océano,
en lugar de una ininterrumpida y monótona inmensidad de agua. Podrían
convertirse en escalas del viaje, refugio y lugar de aprovisionamiento para el
proyectado periplo y para futuras expediciones. Se convertirían con el tiempo
en hitos de una Nueva Ruta que enlazaría, de manera segura y definitiva, los
dos extremos del Mundo.
Hay antiguas crónicas,
rescatadas de la noche de los tiempos, que permiten creer en esta posibilidad,
pero, asimismo, otras nos devuelven a la desesperanza: relatos de viajeros que
arribaron al extremo Oriente y a las Indias Orientales nos revelan cómo más allá
de las últimas islas pertenecientes a estos archipiélagos, los viajeros nativos
que se aventuraban hacia el Este en sus primitivas canoas no encontraron más
que una infinita extensión de agua. Pero bien es verdad que, aunque ágiles y
versátiles, estas embarcaciones no eran más que sencillos botes sin la
prestancia y solidez de nuetras naves actuales. Y, por otra parte, ¿quién sabe
si alguno de estos aventureros no volvieron no porque naufragaran en el vasto
mar, sino porque hallaran benditas y acogedoras tierras donde se establecieron
para formar un dorado y ultramarino emporio.
Pero además, otros
relatos de antaño nos llevarían a la conclusión contraria. Alguna vez hablé con
navegantes nórdicos que en su áspera lengua me confiaron la sospecha latente en
sus tradiciones de que algunos antiguos vikingos, aquellos aguerridos e
intrépidos guerreros de la Última Thule, arribaron a desconocidas tierras
situadas más allá de Groenlandia las cuales parecían tener las dimensiones de
una enorme isla o incluso un continente. Estas tierras no tenían un gran interés
ya que se encontraban casi perpetuamente
cubiertas por el hielo, y por ello no se continuó su exploración. Pero, ¿y si
se prolongaban hacia el sur hasta latitudes más benignas?
¿Y qué decir de la Atlántida, aquella vieja
leyenda –o quizá Historia- del Continente Perdido? Hasta Platón se hizo eco de
aquella creencia, quizá alentada por relatos de antiguos marinos que,
arrastrados más allá de las columnas de Hércules, arribaron a esa tierra de
prodigios situada en medio del Océano?
Ah, amigo mío:
Leyendas, cuentos, mitos, muy pocos datos contrastados. Pero la ilusión humana,
esa que hace avanzar al mundo, necesita muy poco para ponerse en marcha. Estoy
convencido de que la empresa a que me arriesgo es factible y que, tanto en uno
como en otro supuesto, puede tener ciertas garantías de éxito. Necesitaría, eso
sí, las mejores naves que armadores españoles o portugueses pudieran construir.
Necesitaría marinos tan aguerridos como aquellos vikingos de los que antes hablé,
necesitaría el asesoramiento científico de los más grandes sabios del momento,
como vos mismo; y necesitaría, por supuesto, el amparo de la suerte, la
providencia o, mejor aún, de Dios Nuestro Señor. Con todo eso, estoy seguro,
podría llevar a cabo esta extraordinaria empresa…¿Qué me aconsejáis, pues,
querido amigo?
Cr.
Co.
continuará
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