sábado, 5 de abril de 2014

Un mundo por descubrir (II)

La biblioteca oculta de Zöor (XI): Un mundo por descubrir  (II)

 

  La primera de ellas es el hecho, que ya mencioné anteriormente, de que si tenemos en cuenta los cálculos de Eratóstenes, el mapa de Toscanelli no serviría para hacerse una idea de la verdadera distancia hasta las tierras del extremo Oriente. Aunque esta visión arrojaría cierto pesimismo de cara al éxito de la empresa, no podemos dejar de tenerla en cuenta. Con estos cálculos, el mar Océano se dilataría hasta casi el doble de la apreciación más favorable, y, sin conocer qué condiciones, qué vientos o qué ignotos peligros acecharían en sus más remotos dominios, sería en extremo arriesgado el emprender la aventura.
  La ignorancia de los antiguos les llevó a pensar que un innombrable abismo se tragaba las aguas del océano al llegar a sus confines. Y que desconocidos monstruos acechaban al incauto marino que osara navegar por  esas aguas. La razón nos dice que nada de eso es posible. Pero una pobre carabela, abandonada a su destino en esa inmensidad, quien sabe si detenida en una angustiosa e interminable calma, o zarandeada por terribles tormentas, quizá sucumbiera, y con ella toda su desgraciada tripulación, a una fatal agonía o a un mortal desastre.
  Pero, ¿y si hubiera alguna otra tierra, siquiera pequeñas islas que jalonaran tan extensa singladura? Y esta es precisamente la segunda cuestión a la que aludía anteriormente. Cabe pensar que pueden existir otras tierras en ese vasto Océano, en lugar de una ininterrumpida y monótona inmensidad de agua. Podrían convertirse en escalas del viaje, refugio y lugar de aprovisionamiento para el proyectado periplo y para futuras expediciones. Se convertirían con el tiempo en hitos de una Nueva Ruta que enlazaría, de manera segura y definitiva, los dos extremos del Mundo.
   Hay antiguas crónicas, rescatadas de la noche de los tiempos, que permiten creer en esta posibilidad, pero, asimismo, otras nos devuelven a la desesperanza: relatos de viajeros que arribaron al extremo Oriente y a las Indias Orientales nos revelan cómo más allá de las últimas islas pertenecientes a estos archipiélagos, los viajeros nativos que se aventuraban hacia el Este en sus primitivas canoas no encontraron más que una infinita extensión de agua. Pero bien es verdad que, aunque ágiles y versátiles, estas embarcaciones no eran más que sencillos botes sin la prestancia y solidez de nuetras naves actuales. Y, por otra parte, ¿quién sabe si alguno de estos aventureros no volvieron no porque naufragaran en el vasto mar, sino porque hallaran benditas y acogedoras tierras donde se establecieron para formar un dorado y ultramarino emporio.
  Pero además, otros relatos de antaño nos llevarían a la conclusión contraria. Alguna vez hablé con navegantes nórdicos que en su áspera lengua me confiaron la sospecha latente en sus tradiciones de que algunos antiguos vikingos, aquellos aguerridos e intrépidos guerreros de la Última Thule, arribaron a desconocidas tierras situadas más allá de Groenlandia las cuales parecían tener las dimensiones de una enorme isla o incluso un continente. Estas tierras no tenían un gran interés  ya que se encontraban casi perpetuamente cubiertas por el hielo, y por ello no se continuó su exploración. Pero, ¿y si se prolongaban hacia el sur hasta latitudes más benignas?
  ¿Y qué decir de la Atlántida, aquella vieja leyenda –o quizá Historia- del Continente Perdido? Hasta Platón se hizo eco de aquella creencia, quizá alentada por relatos de antiguos marinos que, arrastrados más allá de las columnas de Hércules, arribaron a esa tierra de prodigios situada en medio del Océano?
  Ah, amigo mío: Leyendas, cuentos, mitos, muy pocos datos contrastados. Pero la ilusión humana, esa que hace avanzar al mundo, necesita muy poco para ponerse en marcha. Estoy convencido de que la empresa a que me arriesgo es factible y que, tanto en uno como en otro supuesto, puede tener ciertas garantías de éxito. Necesitaría, eso sí, las mejores naves que armadores españoles o portugueses pudieran construir. Necesitaría marinos tan aguerridos como aquellos vikingos de los que antes hablé, necesitaría el asesoramiento científico de los más grandes sabios del momento, como vos mismo; y necesitaría, por supuesto, el amparo de la suerte, la providencia o, mejor aún, de Dios Nuestro Señor. Con todo eso, estoy seguro, podría llevar a cabo esta extraordinaria empresa…¿Qué me aconsejáis, pues, querido amigo?


                                                                                                                                                             Cr. Co.


continuará

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