El terror imaginado, la horrible
sensación que nos acecha en lúgubres pesadillas, ese instante de pánico en el
que un abismo sin asideros nos traga indefectiblemente. Cuantas veces hemos sufrido
en sueños esa sensación de caída fatal hacia las fauces de un precipicio, por
la mala suerte o por nuestra propia estupidez. Sensación de caída,
irremediable, sin esperanza, pavoroso instante en el que el mundo nos deja para
siempre. Por suerte, en las pesadillas, esta sensación dura un instante y,
generalmente, tras una incómoda convulsión, nuestro propio cuerpo nos
despierta, alejando los miedos. Pero ahora era de verdad. Como si se tratara de
arenas movedizas, el suelo se había desecho bajo mis pies, como un terrón de
azúcar, por el peso de mi cuerpo. De alguna manera nos habíamos visto
desplazados al mismo yermo paraje por el que transitamos en nuestra primera
visita a aquel planeta. Pero, ¡ay! Mala suerte, fuimos a aparecer justo en el
borde de aquel precipicio cuya contemplación me había dejado sin aliento.
Aquella titánica herida en la piel del mundo provocada por una fatal carambola
cósmica.
Efectivamente, algún fallo o interferencia en el proceso que nos
permitía desplazarnos por el espacio tiempo, habría provocado un pliegue o
pliegues inesperados que nos habrían arrojado de vuelta a aquel lugar que era
la realidad, el verdadero rostro de Daroon en la actualidad. Aprendí, de
pronto, que la naturaleza de las cosas es probablemente obstinada y se esfuerza
en hacernos comprender que por muy ingeniosas tecnologías que podamos
desarrollar estos simios convertidos en hombres que se han hecho con el poder
en una apreciable porción del Universo, estaremos siempre sujetos a la
obtención del beneplácito de las verdaderas fuerzas que lo gobiernan, ya que,
imperfectos y falibles, tendremos siempre un resquicio para el error, la
imprevisión, lo desconocido…
Pero de nada me serviría ya, a estas alturas, esa lección. Me quedaban
solo unos segundos de vida, quizá minutos, dependiendo de la insondable
profundidad de aquel abismo. Todo esto lo vi en un fugaz instante, cuando
manoteando como un insensato intentaba revertir el ya fatal desequilibrio
provocado por la falta de apoyo para mis pies, que me hacía caer hacia atrás.
Sin
embargo, en mi desesperación pude contemplar como, con una agilidad que nunca
hubiera esperado de su desgarbada anatomía, X dio un fuerte salto hacia delante
y, sujetándome por la cintura, se unió a
mí en la caída.
Muy bien. Mi situación antes era desesperada. Ahora ya no había remedio.
Ahora caíamos ambos hacia las profundidades del barranco. Era el fin.
Pensé que no tenía sentido que X se hubiera sacrificado para no dejarme
caer solo. Que, quizás presa de la desesperación por no poder salvarme, había
actuado como un loco.
Pero en ese momento vi que empuñaba el dispositivo y, dirigiéndolo hacia
arriba, como siempre, pulsó repetidamente el botoncito. ¡Ah! -pensé aliviado-
Ese era el plan. Un salto in extremis,
a donde fuera, a cualquier parte que nos alejara de la muerte agazapada en este
abismo. Pero no pasó nada…
Seguíamos cayendo. El fondo del barranco se acercaba vertiginosamente y
solo me pregunté si llegaría a sentir dolor o la muerte sería instantánea,
rogando que ocurriera esto último.
Iba a cerrar los ojos esperando el brutal impacto cuando vi como X, en
un arranque de genialidad o desesperación, apuntó el cacharro hacia abajo, hacia el suelo y
volvió a pulsar el botón.
continuará