Tengo por costumbre releer, en los ociosos días veraniegos,
algunos de los libros de ciencia ficción que, en su momento, me fascinaron o,
al menos, despertaron en mí algún interés. Repaso, pues, la inolvidable 2010,
Odisea Dos, del maestro Arthur C., secuela de la hasta ahora no superada -bajo
mi humilde punto de vista- , "2001, una odisea en el espacio",
ampliamente comentada y elogiada en este sitio.
Uno de los
aspectos que más llamó mi atención, ya en la primera lectura, fue el buen
trabajo de transición y continuidad realizado por el autor para que ambas obras
-original y secuela- tuvieran un cierto sentido de unidad y coherencia. Algo
difícil ya que durante muchos años los padres de la "proverbial buena película de ciencia ficción"
insistieron en que esta era una obra cerrada y completa. Pero la presión de un
público ávido de respuestas y unas compañías editoriales ávidas de ganancias
pudo más que la vieja convicción y determinaron que el veterano Arthur
claudicara y accediera a escribir la dichosa secuela. Y a fe que no lo hizo mal
del todo. Hasta el punto de que le cogió gusto y escribió otras dos (2061,
odisea tres y 3001, odisea final) que quizá ya no tuvieron tanto impacto ni
tanta calidad. Pero en fín, esto hace aumentar el cúmulo de anécdotas y
leyendas en torno a lo que fue una de las obras primordiales (insisto: no solo
de la SF, sino de
la literatura y el cine en general) del pasado siglo XX.
No pienso lo
mismo, sin embargo, de la película que se basó en la novela (2010: The Year We Make Contact, Peter Hyams, 1984),
que, siendo un film correctísimo y que se ve con comodidad y agrado, y que
reune muchas de las características del buen cine de ciencia ficción con una narrativa
fluida, unos efectos especiales o visuales moderados y acordes a la trama, etc...falla
precisamente en esa sensación de continuidad con la obra precedente. De hecho,
una de las críticas que personalmente expresé tras un primer visionado, allá
por su estreno, era que la estética del film era demasiado actual (con respecto
a lo que era la astronáutica de la
época, pareciendo por ello que se reflejaba una época más antigua que la del
film primigenio, en lugar de posterior al mismo. De hecho, si en la ficción
solo habrían transcurrido nueve o diez años, los cambios estéticos no deberían
haber sido tan drásticos (me refiero al diseño y ambientación de naves, trajes
de astronauta, vestuario y atrezzo en general. También eché de menos, por
supuesto el que una vez abordada la Discovery por la tripulación internacional del la Leonov, no apareciera la
gran sala centrífuga (solo aparecen la cala de las cápsulas y la cabina de
mando). Comprendo que hubiera sido muy dificil reconstruirla, pues la original
se habría deteriorado o perdido, pero quizá habría merecido la pena para
reconquistar ese sabor que solo “2001…” tuvo.
Pero en este
artículo no hablaremos de la película, salvo para alguna referencia puntual,
sino de la novela.
Esta comienza con
una reunión entre el depuesto -él asegura que dimitió antes- presidente del
Comité Nacional de Astronáutica (equivalente de la NASA en la ficción) y un
colega suyo soviético (en la proyección
temporal expuesta en el universo 2001
el statu quo de bloques de la guerra
fría parece mantenerse indefinidamente. De hecho, una amenaza de guerra entre ambos bandos tiene un
importante papel en el final de la trama de “2010…”) se reunen nada menos que
en el foco del gigantesco radiotelescopio de Arecibo, uno de los mayores logros de la ingeniería astronómica del
pasado siglo, cuando aún no se disponía de telescopios espaciales. Al parecer,
ambos científicos- Heywood Floyd y Dimitri Moisevitch (En 2001 ya apareció un tenso careo entre Floyd (encarnado por William Sylvester) y otro científico ruso, Smyslov (interpretado por Leonard Rossiter, más conocido
posteriormente como humorista)- escapan
de una conferencia de Carl Sagan, según una velada referencia de Floyd, sobre la
búsqueda de Inteligencia Extraterrestre, tema que algunos años más tarde
también tuvo su particular incursión en el cine de la mano de la versión
cinematográfica de la novela del propio Sagan “Contact”, cuidadosamente interpretada por la aplicada Jodie
Foster. Como nos hace saber Floyd, en una de sus reflexiones, no le da mayor
importancia a la deserción de la sala de conferencias, ya que había oído la
referida exposición tantas veces que hubiera sido capaz de recitarla de memoria.
El gran plato del radiotelescopio de Arecibo (Puerto Rico) tiene 300 metros de diámetro y
está construido directamente en una depresión del terreno, en forma de cuenco,
entre las montañas. A diferencia de los demás radiotelescopios, que son móviles
y pueden orientar el plato en distintas direcciones, este es, obviamente, fijo,
y lo que se mueve es una estructura de
forma triangular, suspendida sobre aquel
a gran altura y sostenida por un entramado aéreo de cables que parten de
varios postes situados en su perímetro. Es en esta estructura (la antena
receptora propiamente dicha), donde los dos hombres se reunen, buscando la
privacidad que requiere el importante tema que han de tratar. Como dice
Moisevitch: “Imagínelo…estamos escuchando a todo el universo, pero nadie puede
escucharnos a nosotros.” Una curiosidad al respecto de esta secuencia inicial es que en la
película –ya empezamos con las diferencias (¡sí, aquí también!)- esta reunión
no se produce en Arecibo, sino en un campo de radiotelescopios en batería pertenecientes
al Observatorio Nacional de Radioastronomía, en Marineland, Palos Verdes
(California), posiblemente por causas logísticas. Volviendo al genial Carl Sagan, no podemos dejar de indicar
que, aunque en 1982, año en que fue escrita la novela, Sagan estaba en la
plenitud de su carrera, y su amigo Clarke le auguraba un no menos intenso
futuro en su actividad como divulgador científico, aquel, desgraciadamentre,
falleció en 1996, de neumonía, tras someterse a varias intervenciones de
transplante de médula ósea para frenar la leucemia. Si hubiera sobrevivido
contaría en la época en que se desarrolla la ficción con setenta y seis años y,
probablemente, como suponía Clarke, hubiera seguido dando conferencias por el
ancho mundo.
Pues bien, una vez
situados los dos personajes (encarnados en la película por Roy Schreider y Dana Elcar,
respectivamente) en la superestructura aérea de Arecibo, el ruso pone al
corriente a Floyd de los recientes descubrimientos de sus colegas con respecto
a la varada nave americana. Como se explicó en un artículo anterior, Bowman
tuvo la precaución de aparcar la
Discovery 1 en el punto de Lagrange L1 entre Júpiter e Io, de manera que su órbita fuera
estable y pudiera más tarde ser recuperada, antes de salir a una larga
excursión de la que, como él mismo sospechaba, probablemente no regresaría
nunca. Pero las extremas condiciones de Ío, con sus erupciones volcánicas, su
magnetismo unido al del gigante gaseoso y las tremendas fuerzas gravitatorias entre ambos astros habrían provocado un
“tira y afloja” que ponía en peligro la estabilidad de la nave. Se plantea
entonces una especie de estratégica partida de ajedrez en la que cada uno
expone sus bazas: los soviéticos tienen a punto una nave –la Leonov- para llegar a
Júpiter antes que la americana Discovery 2 –en construcción-, pero los rusos no
están seguros de poder reactivar ni la nave ni al dormido HAL 9000, que probablemente atesora, en sus ahora inactivos
circuitos, una gran cantidad de información relevante. Floyd, acostumbrado a
combinar ciencia y política, coge al vuelo la propuesta: una tripulación mixta,
formada por rusos y americanos, a bordo de la Leonov, podría cumplir todos estos objetivos y,
posteriormente, con más medios que Bowman, estudiar de cerca el monolito
gigante.
Esta es la
propuesta científica. Ahora ambos personajes tendrían que empezar a mover hilos
y resortes para convencer a sus respectivos gobiernos.
continuará
Que precisión, que lujo de detalles, Nunca es tarde para aprender.
ResponderEliminarGracias por tu comentario. Efectivamente, muchos detalles e información. Pero es que cuando uno se pone a buscar, una cosa lleva a la otra y al final tienes un motón de datos y no te puedes resistir a ponerlo todo, además de tus propias ideas e impresiones. En fín, sacarle punta a las cosas, como se dice habitualmente.
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