Un planeta o muchos planetas
Durante mucho tiempo se creyó que
la Tierra era
plana, que era el centro del Universo y que el cielo no era más que una bóveda
que la cubría. Todo esto impedía plantearse la posibilidad de vida en otros
mundos ya que solo existía el concepto de mundo único, si bien hubo algún que
otro imaginativo genio, como Luciano de Samosata que ya en tiempos del Imperio
Romano describió en su Historia Verdadera,
a unos selenitas que, entre otras cosas, hilaban metales, se ponían y quitaban los
ojos a voluntad y luchaban, bajo el mando de su emperador, contra los
caballeros hormiga. Otra de sus obras, de corte similar, es Icaromenipo. Se dice, por ello, que
Luciano es uno de los abuelos de la Ciencia Ficción.
Con la
teoría copernicana o heliocéntrica, la idea del mundo cambió un poco y algunos
pensadores optimistas llegaron a creer que si la Tierra no era más que un
planeta y ya se sabía que en el cielo existían otros planetas, nada menos que
cinco –por aquel entonces solo se conocían los observables a simple vista, es
decir, hasta Saturno- era probable que otras razas, humanas o no, habitaran
dichos mundos. Pero la astronomía moderna, apoyada por la astronáutica, reveló
que dificilmente se podía esperar que
fueran capaces de albergar vida los otros planetas de nuestro Sistema Solar.
La búsqueda de exoplanetas
Convencidos, pues, de que la Tierra era el único ejemplo
de planeta habitable que teníamos a mano, se estipularon una serie de criterios
por los que un planeta tendría posibilidades de haber dado origen a la vida o,
en su defecto, reunir condiciones de habitabilidad para permitir una eventual
colonización. Se inició por tanto, a finales del pasado siglo, con el arsenal
de observación astronómica de que se disponía, la búsqueda de exoplanetas, o
planetas extrasolares, que reunieran esas condiciones, a saber: encontrarse en
la zona de habitabilidad, es decir, ni
demasiado lejos ni demasiado cerca de su sol, poseer una masa suficiente para
retener la atmósfera pero no tan grande como para convertirse en un gigante
gaseoso, y disponer de una corteza rocosa que pueda sustentar la proliferación
de especies vivas y servir de lecho al agua en estado líquido.
Se buscaron, por tanto, planetas similares a la Tierra, pertenecientes a
sistemas cuyo sol fuera igualmente similar al nuestro, es decir una enana
amarilla tipo G2. Pero parece ser que no se encontraron muchos ejemplos. O
quizá no supimos buscarlos. De nuevo, la vieja duda planeando sobre el
insconciente colectivo: ¿es la
Tierra, y por ende, la Humanidad, un caso singular debido a una serie de
afortunadas coincidencias? Un pensamiento muy cómodo: no hay que preocuparse de
hipotéticas invasiones extraterrestres, dispondríamos de todo el Universo para
nosotros y, además, este argumento sería muy útil para aquellos tradicionalistas
religiosos que insisten en una idea de Dios volcado en la gestión de esta
pequeña mota de polvo de un perdido rincón de la galaxia.
Pero al mismo tiempo, una idea
devastadora: ¡Qué inmensa soledad!