viernes, 28 de diciembre de 2012

Historias de cohetes



  
  El gran desafio de los albores de la carrera espacial era situar a un hombre en el espacio. Para ello se necesitaban varias cosas: diseñar y construir una cápsula en la que al menos una persona pudiera resistir las condiciones del espacio y, por supuesto, un cohete que tuviera la suficiente potencia para subir dicha cápsula allá arriba. Como la potencia de los primeros cohetes era muy limitada, se intentó diseñar una cápsula lo más pequeña y ligera posible, ya que cuanto mayor sea la carga útil (payload) que un lanzador debe poner en el espacio, más potencia debe tener este, lo cual implica más combustible, lo cual implica más tamaño, etc...En cuanto al diseño de las cápsulas, rusos y americanos optaron por distintas vías. Los primeros se acogieron a un diseño esférico que les sirvió para sus dos primeras series: Vostok y Vosjod, que eran prácticamente iguales, y solo se diferenciaban en la organización del espacio habitable. Como ejemplo diremos que en las Vostok -la de Gagarin, Tereskhova y compañía-, se colocaba un gran asiento eyectable, donde iba el único tripulante,  que ocupaba prácticamente todo el espacio útil del interior.
Esto se debía a que por aquel entonces aún no se habían perfeccionado los sistemas de reentrada atmosférica para un descenso lo suficientemente suave, y, por tanto, el astronauta era eyectado a unos 7000 metros de altura para bajar en paracaídas mientras la cápsula, en trayectoria balística, se "estampaba" contra el suelo. En las Vosjod se prescindió de trajes espaciales y asientos eyectables y se consiguió apretujar a tres personas (Komarov, Feoktistov y Yegorov; Vosjod 1) o dos más una esclusa extensible (Leonov y Belyaev; Vosjod 2). Los americanos, sin embargo, optaron por el diseño cónico, en el cual la base del cono, provista de escudo térmico, hacía de pantalla para el frenado atmósférico consiguiendo una pérdida de velocidad más eficiente para el descenso controlado. En cualquier caso, los norteamericanos hacían descender sus naves en el océano para suavizar el impacto, mientras que los soviéticos, lo hacían en tierra firme, probablemente, por cuestiones estratégicas. (Posteriormente, las generaciones más modernas de cápsulas, como las Soyuz, disponían de retrocohetes, además de los paracaídas, para un último frenado antes de tocar el suelo).
  Volviendo a las primeras cápsulas americanas, tanto la Mercury como la Gémini, tenían un diseño similar, siendo esta última levemente mayor -en la parte habitable-  para poder acomodar a una pareja de astronautas,  disponiendo además de un módulo de servicio posterior con motores y combustible para maniobras orbitales, lo cual la Mercury no podía hacer.

  La palabra cápsula es muy adecuada para estas naves, ya que los ocupantes iban literalmente "encapsulados", sin apenas poder moverse, dado el exiguo espacio existente. Hasta la aparición de las ya mencionadas Soyuz, con un módulo orbital de desahogo y las relativamente "espaciosas" Apolo de finales de la década, los astronautas no pudieron disponer de espacio para moverse por el interior de sus naves.
  Pero volviendo a los lanzadores –o vectores, como son llamados en la jerga técnica-, los rusos partieron con cierta ventaja en estos inicios de la carrera, ya que consiguieron desarrollar muy pronto unos cohetes mucho más potentes que sus contrincantes. La familia Semyorka o R-7 tuvo la misión de colocar en la órbita terrestre tanto los famosos Sputniks, como las primeras series de naves tripuladas, mencionadas más arriba. Estos vehículos tenían la ventaja de ser modulares y multiplicaban su fuerza gracias a cohetes más pequeños que iban adosados alrededor del cuerpo principal, y se desprendían una vez agotados. La ventaja de este sistema es que ambos conjuntos funcionan al mismo tiempo, de manera que las dos etapas suman su impulso para una aceleración más eficiente. El racimo de cuatro cohetes que abrazan el cuerpo principal hace las veces de
primera etapa y el cohete central, la segunda. En realidad a esto se le llama etapa y media, pues la primera se agota antes y se desprende, mientras la segunda sigue funcionando. En cualquier caso, como decimos, es un sistema más eficiente que el utilizado por los americanos, cuyas etapas eran secuenciales, ya que al estar apiladas una encima de otra, no podían funcionar hasta que se desprendía la anterior. Hasta mucho después, con el Titán III –que llevaba adosados dos cohetes auxiliares-, o el propio STS (transbordador), aquellos no empezaron a utilizar algo parecido.
  Los Estados Unidos siguieron una línea de investigación que partía de la V-2 alemana que Von Braun se había traído de su estancia en Peenemünde, y solo consiguieron misiles balísticos intercontinentales de limitada potencia que, posteriormente, adaptaron a la carrera espacial. El primer lanzamiento americano tripulado, la Mercury 3 (Freedom 7, con Alan Shepard), no hizo sino un vuelo suborbital que alcanzó unos 180 kilómetros de altitud para volver a caer hacia la Tierra, ya que el Redstone, derivado de la V2, no era más que un misil balístico sin impulso suficiente para poner la cápsula en órbita. Los rusos, que ya se preparaban para su segundo vuelo orbital (con German Titov a bordo de Vostok 2) tras la hazaña de Gagarin, calificaron con sorna el vuelo de Shepard como “un salto de pulga”.
El R7 soviético era mucho mayor y más potente que los cohetes americanos anteriores al Saturno

  No fue posible hasta que se desarrolló el Atlas D (también procedente de una familia de misiles intercontinentales, pero de mayor alcance), situar a un americano en la órbita terrestre. Lo hizo John Glenn con la Mercury 6 (Friendship 7).
  Mientras los rusos seguían fieles a un diseño standard, perfeccionándolo para conseguir poner en órbita cargas cada vez mayores, los americanos probaban diseños distintos una y otra vez hasta conseguir sus objetivos. Otro misil reconvertido en vehículo espacial fue el Titán II, encargado de llevar a las cápsulas Gémini a su órbita.
La culminación de la serie de cohetes soviéticos para lanzamientos tripulados llega con el programa Soyuz, que utilizó la versión más avanzada del R-7. Pero con esto se llega al límite de las posibilidades de este diseño, y se empieza a pensar en el próximo escalón, el N-1, que nunca llegaría a ser una  realidad. El N-1, un supercohete que hubiera podido competir con el mítico Saturno V, implicaba tal complejidad técnica en la coordinación de los impulsos combinados de sus múltiples motores que nunca superó la fase de pruebas. Por ello, la URSS abandonó la competición por la Luna y se dedicó a los viajes a la órbita baja con su progrma de estaciones espaciales y sus fiables Soyuz, que tras varias actualizaciones, siguen prestando servicio en la actualidad.
Saturno V y N-1
   Mientras tanto, los americanos, espoleados por la política de reafirmación nacional impulsada por JFK, emprendieron la tarea de crear un nuevo cohete que ya no procedería de los misiles intercontinales. Se necesitaba algo más grande para poder llegar a la Luna y  para vencer a los rusos. La clave estaba en implicar a todo el entramado civil y empresarial de la poderosa sociedad estadounidense, y no depender solo del ejército. Cuando la maquinaria industrial de los USA  entró en el juego, todo cambió.
El Saturno I (1964) fue el banco de pruebas que serviría para desarrollar el Saturno IB (para vuelos a la órbita baja) y el mastodóntico Saturno V, que impulsaría al Proyecto Apolo hacía la Luna.

Saturn 1
  Una vez lograda la meta que el testamento político de Kennedy propuso a la sociedad americana quedó un bonito, carísimo y ya inútil vehículo, adornando los jardines del centro de vuelos tripulados de Houston. Para que esa enorme maquinaria que se había puesto en marcha pudiera seguir funcionando, las mentes pensantes de la NASA se inventaron el Skylab, único intento de los americanos –en solitario- en el campo de las estaciones espaciales. Y un bonito y romántico flyby a Venus para tres astronautas que nunca llegó a realizarse.
  Después de esta etapa, los Estados Unidos se dedicaron al concepto de los transbordadores orbitales (STS) y se abandonó el desarrollo de cohetes para vuelos tripulados. Rusia, heredera de la infraestructura aeroespacial de la extinta URSS, ha seguido utilizando, como ya se ha explicado, los buenos y viejos Soyuz, que además, tras la “jubilación” de los transbordadores americanos, se han convertido, por el momento, en el único medio para volar a la LEO (Low Earth Orbit).

  
  Pero ¿qué tiene todo esto de actualidad? ¿O acaso es solo un nostálgico recorrido para aquellos que, como yo, añoramos los tiempos del “fuego en la Luna”, como decía Norman Mailer?
Pues no: hay que mirar hacia delante. Y  lo que viene es el SLS, cuya primera versión está prevista para 2017; y el supercohete de Spacex, Falcon Heavy, con un lanzamineto de prueba programado para el próximo año. Y alguno de ellos es posible que nos lleve a Marte…

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