martes, 14 de agosto de 2012

Carta última ( y IV)

  A veces, cuesta poco trabajo encontrarse. Aunque esté oscuro. Aunque haya un laberinto entre nosotros. Y gente. Y otros obstáculos. Hay una fatalidad que nos reune. Y el encuentro asume la forma de un hecho inesperado, grato. Otras veces, uno sale; hay buena luz, comprobamos con satisfacción; el aire es limpio y las calles parecen asfaltadas de nuevo. Pero están vacías. Y por mucho que miramos a todas partes -hacia atrás con disimulo- no nos encontramos. Y volvemos cansados, vacíos, anhelando mañana otra oportunidad.
  Pero hay situaciones nuevas que no conviene olvidar. Y que son como una tregua en esa lucha constante.

  A ella la encontré, inesperadamente, tras un largo tiempo. Hablamos. Dijo cosas. No descubrí nada significativo en su mirada. Evidentemente, había pasado mucho tiempo. Me despedí. Ella siguió allí, esperando...
  Pasaron algunos días. Lo intenté de nuevo. Estaba allí, casi exactamente como la otra vez. Descubrí algo en su mirada al saludarnos. Quiso acompañarme. Hablamos como en otros tiempos. Hablamos largamente.
  Y aunque había motivos para la esperanza, me imaginé lo que ocurriría:
  Anochecía pronto y el empañado cristal me negaba ya la visión de la esquina por donde ella debía aparecer. Encendí un tercer cigarrillo. Breve espejismo. Necesidad de discernir entre lo real y lo ficticio. La noche era de un grosor apreciable cuando decidí dar por terminada la ya obviamente vana espera. Regreso. Días siguientes. Excusas telefónicas. Reafirmación del fracaso. Ahora, solo.


  Y desaparecer unos días. Dejé de frecuentar los lugares al uso. Y dejarse llevar por los recuerdos al gravitar de cálidos sones en la estancia, el refugio.
  Unos días después comenzaron las amables requisitorias de los amigos. Un cierto tono contemporizador las envolvía -esa bienintencionada crueldad-. Retorno al paraíso amarillento, a esa lucha diaria de deseos reprimidos para que no se note esa dependencia. No hubo preguntas.
  Necesidad de nuevos horizontes. Buscar por otro lado. Abandonar ese viciado círculo, agotado ya, de deseos. (Planteamientos muy racionales y teóricos. Impracticables: absorbido por la vorágine. Caído. A la espera, como siempre).
  No dejar trascender algunos sentimientos. Risas. Mostrar por tanto una apariencia aséptica, lejana. Fría. Quizá ellos saben algo que yo ignoro. Y que les da derecho a reírse, por ejemplo, de mí. Quizá no sea así. Pero ese nerviosismo delator quizá sea suficiente. A la expectativa de la deseada aparición: Decepcionantes, encuentros decepcionantes.
...
  (En esta especie, la hembra dominante -la que tiene mejores atributos desde el punto de vista del cortejo- es la que selecciona al macho adecuado para el apareamiento. Siempre intenta buscar al macho más fuerte y más sano del grupo. O, si no lo hay, lo busca en un grupo distinto. Pero no puede descuidar a los menos fuertes que le rinden vasallaje a la espera de ser elegidos, por si no encuentra algo mejor. A veces, si la hembra es muy activa, se aparea sólo por placer con un macho fuerte pero estúpido y después elije a otro débil pero inteligente que le reportará una existencia más cómoda. Las demás hembras, mientras tanto, elijen a machos no dominantes, que no luchan por los favores de la hembra principal, o esperan a que esta haya elegido para ofrecerse a los machos perdedores).
...
  Además de ese minuto tenso, con participación de algún elemento inesperado que, más tarde, logra excluirme. de ahí mi vano protagonismo. Por demás, soy un estúpido: provoco situaciones de las que luego no sé salir. Y se enhebran indefinidamente unas palabras sin sentido. Después, en boca de otros, me acosan. Por la noche, el natural insomnio se recrea en devolverme algunas imágenes. Una sórdida nota, además, nos circunscribe al mismo desenlace. Esperar de nuevo (los hechos se interponen entre nosotros. Neutralizado, desarmado, quedo inútil para la lucha, mientras una suave música me insta a esperar algo mejor que este final indiferente).



FINAL INDIFERENTE

  Las cartas. Los momentos en que con más fuerza las esperamos.
  Hay esa carta que nunca llega ni se envía. Que debería ser distinta a todas las demás. Que nos esforzamos en ir escribiendo a lo largo de nuestra existencia. No enviar. Atesorarla, al fin y al cabo; cuando ya ni siquiera esperamos cartas que nos puedan salvar. 
  También la quemaremos. Despiadadamente.

fotos: Juann

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