sábado, 28 de julio de 2012

Carta última (III)

  Consiguiéndola a veces, tenuemente, atisbando futuras posibilidades contra la soledad. (Donde el encuentro se produce, con una exactitud casi cronométrica, aun dependiendo, como es sabido, del puro y simple azar. La conciencia, el presentimiento de que algo se estaba fraguando a mi alrededor. Esperar, por tanto. Todo, hasta los objetos más insignificantes, invitaba a ello). Pero tal vez quise forzar demasiado algunas situaciones. Tal vez me equivoqué al lanzar algunas llamadas. No recibí, cuando más lo esperaba, la ansiada respuesta.Y poco a poco fui dejando marchitarse esa posible sensación, adscribiéndome a las normales relaciones, al modesto juego de encuentros y desencuentros insignificantes aunque -siempre- enigmáticos.
  Y empecé a soñar por mi cuenta un posible desarrollo, otra forma de ocurrir las cosas, en ese compás de espera.
  Otros días me entregaba, en aquellas horas de insomnio, al intento de interpretar todos los pequeños hechos, palabras, que tú -y otros- minuciosamente íbais desgranando a lo largo de la tarde. Para acabar deseando, a pesar de las numerosas promesas en contra, de las posibles venganzas urdidas en aquellas horas, de nuevo, esa oportunidad.


  A veces me desesperaba pensando que todos los gestos, palabras, insinuaciones e, incluso, omisiones, iban dirigidas certeramente contra mí. Que todo y todos a mi alrededor se confabulaban en mi contra. Que hasta cierto momento me habían soportado pero, ya, hartos de mi inquisitiva presencia, deseaban mi desaparición. Y esos gestos y palabras eran la forma de indicarme que se sentían incómodos con mi presencia. Desventajas del exacerbado egocentrismo que portaba sobre mis cansados hombros. Un egocentrismo negativo que deviene en la creencia de la persecución y el acoso de todos contra uno. Paranoia. Eso es, me dí cuenta de que hasta yo mismo, en ocasiones, no me soportaba. ¿Por qué tenía que analizarlo todo tan minuciosamente, con espíritu científico, diseccionando la realidad? No me malinterpretéis. Solo quiero comprender, para así saber qué se espera de mí. Para saber como he de comportarme...Pero a la gente le molestaba esa actitud curiosa, indagadora. Poco a poco consiguieron, entre sonrisas, que me sintiera excluído.
  Pero el día siguiente parecía amanecer con un cariz distinto. Que hacía abrigar alguna esperanza. A lo largo del día van sucediendo las cosas sin importancia. Y todo se diluye a través del bullicio de la calle, de las prisas del mediodía, cuando comprendes que tus tareas matutinas volverán a quedar incompletas y te aprestas para otra tarde de agobios, preparándote para la lucha contra reloj hacia el frescor de la noche, el descanso... Y cuando esta llega, ceñida en su elegante aunque austero vestido, nos parece haber vivido un día más en vano. La autoconmiseración y un nuevo aplazamiento nos conducen a mañana. La convicción de que, de nuevo, habrá que esperar la fatalidad favorable.
 
  Hasta que un día encontramos ese detalle, ese gesto que, en principio invita, condesciende en. Pero la manía de rumiar las cosas hasta la saciedad, de buscarles los más recónditos significados... Al final, las cosas acaban perdiendo su sentido. Donde al principio había un gesto de amabilidad o comprensión (o invitación), luego había una soterrada malevolencia, una burla irónica. Y ahora, nada, desvirtuado todo posible sentido.

  Tardé en darme cuenta, pero al final, lo hice. Yo, siempre tan racional y analítico, conduciéndome por el sentido común, esperaba que los demás -teóricamente seres racionales como yo-  actuaran del mismo modo. Si quería saber de alguien, sobre sus pensamientos, sensaciones, directamente le preguntaba. Fatales consecuencias: atrevimiento, intromisión, malas caras, enfado, distanciamiento: "- ¿Pero qué se habrá creído el bicho raro este?" Sí, tardé, pero me dí cuenta de que el juego era ocultar, desviar la atención, ir consiguiendo que los demás se fueran mostrando, pero sin mostarse uno mismo. Aquel juego de fingimientos y laberintos que yo mismo había creído idear para mi uso personal, era lo habitual en las relaciones humanas. Yo había sido un incompetente hasta ese momento. De la misma forma que un ciego o un sordo, yo estaba por naturaleza incapacitado para percibir las claves de esos encuentros y desencuentros. Y, por tanto, quedaba en desventaja al participar en ellos. Pero un pensamiento vino a consolarme: el ciego y el sordo, cualquier persona con una discapacidad, fortalecen otras habilidades para compensar aquella...
CONTINUARÁ

fotos: Juann


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