lunes, 16 de julio de 2012

Carta última (II)

  Cambié un poco. Recuperado de ciertos avatares que en cierto modo se habían unido para conspirar contra mí, para no dejarme opción, para hacerme capitular. Que me habían abocado a una suerte de voluntario y obstinado aislamiento, a mantener con contumacia esa pose insociable en la que en realidad me refugiaba. Recuperado, por fin, de ese marasmo, reconocí equivocada mi actitud anterior. Aunque en momentos de hastío volvía a aquella desazón antigua. Yo noté como algo se había roto en el devenir placentero e idílico, despreocupado, que hasta cierto momento había sido mi existencia: Hubo alguna interrupción que yo no quise reconocer como tal en su momento pero que, a la larga, y cuando menos, me daría que pensar. Meditar, descubrir dónde estaba el error: ¿rupturas? Varias; ¿subsanadas? Mal restañadas, en todo caso. Y todo ello va lastrándolo a uno. Le hace moverse con mayor dificultad cada vez. Y las soluciones, producto de un bien administrado autoengaño, sin aparecer. Esa desazón antigua, de no encontrar ese lugar anhelado, indefectiblemente, reaparecía.
  Y soterrarla. Hay una cierta hipocresía blanda, ambigüedad de la que nos servimos como quien respira, hasta que un día nos damos cuenta de que nos envuelve totalmente, nos aprisiona: se sirve -nefasto intercambio de papeles- de nosotros. No queda ya un resquicio  de sinceridad al que acogerse. Y sucumbir, de alguna forma de antemano pactada. Conservando ciertos privilegios.
  Donde se desarrolla la vida cotidiana, sin embargo -los  lugares que transitamos con cierta masoquista adicción, las caras mismas de siempre, la buena luz que alumbra hasta nuestros más nimios deslices- hay una serie de prodigiosos mecanismos que tienen la capacidad de hacer desaparecer, como de un plumazo, cualquier preocupación poco productiva. Todo se diluye, pues, en la mediocre armonía.
  Cambié, al fin y al cabo, un poco.
  Pero ni siquiera había sido lo suficientemente sincero. Mis arduas cavilaciones  no servían sino  para esconderme de la realidad. Una realidad que abrumadoramente me acosaba, me perseguía, para arrojarme a la cara, desafiante, su incuestionable vigencia.
  Y yo, obsesionado en ese juego de fingimientos y aderezos: trazar una estrategia, un plan, para conseguir el perfecto enmascaramiento tras el cual, protegido por una imagen de implacable asepsia, mostrarme, totalmente desinhibido, a los ojos de los demás. Sin embargo, no tuve éxito. Y no por la imperfección del engaño, no por falta de limpidez. Cometí el error de pensar que los demás apreciarían esa nueva imagen, perfecta, nueva, sin restos adheridos de un pasado repudiado. No, a nadie le interesa la perfección, cuando la ven reflejada en otro. La gente necesita ver las imperfecciones en los demás. Es la única manera de soportar las propias. Además, descubrí que, en general, la perfección aburre, la ausencia de error no es divertida. Cualquier patán con cierta comicidad era más apreciado que yo en las tertulias al uso.
  En cualquier caso, todo esto me llevó a reconocer que tenía miedo de mostrarme ante mis propios amigos como realmente era. Terrible sospecha: ¿qué esconderían ellos tras sus propias máscaras?
  ¿Tenía miedo de mostrarme como era? Ni yo mismo sabía cómo era. No más que un títere que se dejaba llevar por las brisas y los vientos del quedar bien y agradar. Torpeza la mía, siempre contra el viento...
  Incluso en las palabras, había zonas perfectamente delimitadas que no era aconsejable traspasar. A veces me sorprendía a mí mismo interrumpiendo una frase a la mitad y acabándola con una estúpida sonrisa. Ese juego, esa mimética, esa colección de gestos previstos. Me perdía en una negrura sin asideros. En cualquier caso, seguía haciendo uso de esa coraza para protegerme.
  Pero una vez quemadas las cartas y olvidadas algunas historias, e ignorando en lo posible todo ese bagaje de miedos y limitaciones, empecé a darme cuenta de lo agradable que era dejarse llevar. Incluso prestarse a ese tácito, escandaloso a veces, juego. Empezar cediendo -voluntariamente desposeído ya de esa vana dignidad- para luego ser aceptado. Aguardar detrás una seña y entonces aparecer, aunque fuera un poco humillante. Aunque hiciera levantar sospechas el dejarme ver tanto por algunos sitios. Aparecer a veces, inesperadamente, exigiendo un poco de compañía.
CONTINUARÁ





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2 comentarios:

  1. ¿Esto que son, las cavilaciones de un adulto que por su forma de ser se equivocó mucho aislándose, intenta cambiar, pero sigue autoengañándose para no cambiar del todo porque no se siente seguro de su personalidad? no entiendo nada de nada.
    ¿Se trata de una personalidad eternamente adolescente buscando su sitio en una sociedad que considera totalmente llena de engaños y con unos "amigos" ante los que no se puede mostrar tal como es?. Sigo sin entender nada ni de la carta II, ni de la carta III.

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    1. Creo que lo has entendido bastante bien, Ave. Este texto solo pretende instar a reflexionar sobre las relaciones humanas y hacerse preguntas...Tú lo has hecho. En fín, de todas formas, explicaré que parto de la base de que en toda relación entre personas hay ciertas partes(de la personalidad, de los sentimientos...) que se mantienen ocultas. Ello es necesario pues sería difícil relacionarse mostrando todo lo que uno es a cada paso. Luego, en función de la mayor o menor confianza con determinadas personas vas dejando entrever más cosas, etc... Pero este útil mecanismo, a veces, no se puede o no se quiere usar correctamente. Bien por los propios complejos, bien por obtener una ventaja, etc. Al final nos vemos envueltos en un laberinto de hipocresía y disfraces. El narrador, que pretende mostrarse como una persona racional, se queja de que no sabe a qué atenerse y se lamenta de su fracaso en las relaciones con los demás. Bueno, esto es muy resumido y no del todo exacto. De todas formas, aún queda la parte IV. Pero no creas que resolverá nada. Sólo creará más preguntas...

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