sábado, 19 de mayo de 2012

Relatos de las colonias. Nimbus (IX parte).

VII

El estruendo comenzó de pronto, sin previo aviso, y se mantuvo como un volcánico mugido durante algunos segundos. La gente, sorprendida, salió a las calles y todos vieron como el cielo se tiñó de un color dorado que se propagaba desde el horizonte como un reguero de pólvora. Los más lúcidos comprendieron que aquello había sido algún tipo de explosión y esto, su onda expansiva. Aunque ambas eran, en cualquier caso, de un género desconocido. Ante la atónita mirada de la multitud que contemplaba la escena, el cielo sobre la pequeña ciudad comenzó a girar como un remolino produciendo un vórtice invertido que generaba desde su centro otros remolinos más pequeños. Estos divergían hacia el perímetro de la masa rodante y, en su recorrido, se condensaban en glóbulos de materia incandescente que ganaban velocidad y salían despedidos del conjunto, como proyectiles de una honda. Parecían rodar hacia el borde del mundo y, al final, estallaban en una lluvia de fuego que iluminaba las lejanas montañas como en un relámpago miles de veces más potente que el de cualquier tormenta. Mientras tanto, el remolino había ido perdiendo fuerza, girando cada vez más lentamente y ascendiendo, atravesando y sobrepasando la capa de nubes, pareciendo perderse en el espacio. El aire había quedado impregnado de un calor y una sequedad espesa que lo hacían difícilmente respirable. Poco después, las esferas ígneas aparecieron de nuevo.
  Ahora caían directamente desde el cenit, pareciendo querer tragarse a los que observaban. Caían vertiginosamente procediendo de una altura impresionante y, poco antes de llegar al suelo, estallaban propagando una especie de plasma ardiente que dejaba el cielo jalonado de gigantescas aureolas. Todo quedó envuelto en llamas. Los gases, asfixiantes, barrían el suelo. la gente, presa del pánico, corría en todas direcciones por entre las edificaciones que se desmoronaban y quedaban reducidas a escombros. En medio de la confusión y el  horror, surgieron unos finos haces de luz azulada que relampagueaban en todas direciones dando una iluminación espectral a la escena y tejiendo un entramado de luces y sombras por toda la ciudad. Ahora, un viento caliente barría las calles asolándolo todo a su paso. Las estructuras que aún quedaban en pie se cimbreaban ante su embate. La tierra, el pavimento, el asfalto, eran arrancados y levantados por los aires. Un sonido atronador descendió sobre el páramo que minutos antes había sido la ciudad. Todo acabó tan súbitamente como había empezado. Ahora solo el silencio poblaba la llanura.

VIII

Y quedaron anclados a ese mundo, a esa isla que los acogió tras su naufragio; que benignamente los acomodó para pasar el crepúsculo de su existencia. Ya no eran el poderoso pueblo que conquistó el universo durante la juventud de su raza. Ni eran el sereno ejército de entes vagabundos en que se convirtieron en la madurez, y que recorría el infinito bajo el estandarte de la paz y el conocimiento. Ahora la vejez, la decrepitud y la debilidad habían llegado definitivamente. Ahora eran solo un grupo de eremitas encadenados a este pequeño mundo, al que fueron arrojados desde su dimensión espaciotemporal por la tormenta de un horrible poder supraestelar; dispersos por la faz de un planeta cuyos horizontes eran ahora los suyos, despojados ya de la capacidad de elevar sus vaporosos cuerpos a los confines del universo como antaño hicieran; sin posibilidad de escapar de lo que para ellos era la mezquindad de poseer un solo mundo, desesperados y melancólicos ante la condena de la inmovilidad, y sin fuerzas para reconstruir su pasado.
  Pero no estarían solos mucho tiempo. Algunos millones de años más tarde, otra raza de conquistadores, aunque desmedidamente primitivos y pobres, arribaron a ese planeta dando lo que se podría describir como un irrisorio salto desde su mundo de origen.

continuará



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