El hijo de Rodamit, Jori, nació condenado. Aunque sano de nacimiento, le fue inducida la enfermedad artificialmente, con la esperanza de que su cuerpo genéticamente mejorado, pudiera vencer el mal que aquejaba al mundo. Pero ello no le ahorró sufrimientos durante sus primeros veinte años de vida.
Ahora acababa de descubrir que se había curado. El objetivo había sido alcanzado, el despiadado plan del que había sido protagonista y a la vez víctima, había dado fruto. Él no sabía nada de todo esto, pero estaba a punto de descubrirlo.
La ciudad permanecía incólume a las acometidas del tiempo y los elementos. Encastillada en su autosuficiencia, nutrida por el trabajo de sus esclavos, gobernada por ese timonel mecánico que apuraba hasta el último aliento de sus atribulados moradores, se creía eterna. Pero no ocuparía, en la historia declinante del torturado planeta, sino una mínima fracción de tiempo, pues, a la larga, sería vencida por la propia corrupción que minaba sus entrañas.
Rodamit, para el que el calificativo de
viejo ya era insuficiente, pues había dejado atrás la vejez hacía
mucho tiempo, se encontraba en ese limbo artificial en el que ya no
se espera la muerte, sino que se convive con ella. Aparte de un
cuerpo que ya clamaba por retirarse, y una vida sin horizonte cuyo
único fin era seguir consiguiendo las drogas necesarias para obtener
un poco más de tiempo, su cerebro, embotado por las propias drogas y
la podredumbre de unas neuronas anquilosadas, no era capaz ya de
discernir entre lo real y lo imaginario, quedando sumido la mayor
parte del tiempo en una especie de estupidez desorientada, que
devoraba los cada vez más escasos destellos de racionalidad.
Como muchos otros políticos y tiranos
de la historia, estaba siendo mantenido vivo artificiosamente, ante la
duda -o el miedo- de que un cambio de líder provocara en las masas
un deseo de reformas políticas.
La máquina le había procurado un
mecanismo de soporte vital, trono en el que cómodamente asentado,
resolvía todas sus necesidades vitales, además de facilitarle el
desplazamiento. Ya no hubiera sido capaz de sobrevivir más de unos
minutos fuera de este sitial autopropulsado, que, con sus tentáculos,
le mantenía atado a la existencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario