jueves, 26 de abril de 2012

Sueño

  Flotando en la tiniebla dúctil,
inserto en el oscuro molde,
atravesado por los finos hilos de la oscuridad,
quedo suspendido sobre el lecho en sombras
en el que más tarde seré recorrido de inquietos,
inquietantes sueños.
Reclinado en el escaño terso de mis meditaciones,
postrado ante el deseo a veces -las más-,
transido de noche,
recorro la luna, atisbo profundidades.
Melancólicas, ilustres, parsimoniosas, cegadoras,
ecuánimes, distantes, voluptuosas lágrimas autónomas,
rielantes esferas, guiños esquivos, altivas punzadas,
se esfuerzan en seducirme, ofreciendo exquisitas sugestiones.
  Se escandalizan algunos emisores de sonidos nocturnos,
por alguna ofensa ininteligible.
Y oigo, sumido en improbables agobios,
la cacofonía ligera del éter gomoso, blandito.
  Esfumo puentes irreales por saltar al abismo.
  Vuelo ensordecido por el crepitar de brisas vertiginosas
en esa hora en que el sueño, hasta ahí negado,
débil, inexacto,
se torna arenoso.
  Empiezan los párpados a ensayar una unión dolorida,
transida de granitos que entretejen punzantes ilusiones,
como una red.
  Vemos por última vez, en mortecino atisbo,
las sombras, la habitación en sombras,
esa conocida topografía nocturna;
desaparecen esas sombras -más o menos reales,
pertenecientes aún al dominio de lo diurno-
para dar paso a otras, perfiles endemoniados,
turbios de aberraciones maltrechas,
acaecidas en la lucha innoble de lo oculto,
de lo recóndito.
  
Imágenes horrísonas de algún estrato profundo,
finamente bruñido de erosionantes aunque impotentes siglos.
  El calor nefasto, aprisionador,
las tiñe de una hermosura horrible, posesiva.
  Y compartimos, en forzosa connivencia,
casi promiscua,
el errabundo y mórbido afán de noche.

El sueño, ya fiable, nos revela
-y quizá no tanto el sueño, que es, en sus predicciones más hermético,
sino ese momento fronterizo, umbral indefinido entre los extremos
de nuestra tergiversada (diurna) conciencia-
una burbuja de luminosidad que sobrevive
a la pastosa mancha oscura que nos envuelve.
  Y en ella, como en mágica lectura,
entrevemos las escenas estilizadas, inmarcesibles,
que se refugian en nuestro achacoso pero capaz doble fondo.
Contemplamos impertérritos, dotados de esa valentía
que proporciona la inconsciencia,
las escenas más horribles.
  Vagabundeamos entre espectros
bajo húmedas estalactitas palpitantes,
promesa única de un horror
proporcionalmente mayor a cada paso.
  Vemos la imagen deforme, subyacente,
de miles de caras agradables
que habíamos admirado a la contemporizadora luz del día.
  Nos asfixiamos casi con placer
en nauseabundos aromas;
asfixia que produce el espasmo único y último,
el más pleno,
el de la muerte repetida cada noche.
  Calles ínfimas son las que recorremos en la noche.
  Calles que, comprendemos, son las de un ajado laberinto
al que volveremos, en condena perpetua,
tras la tregua diurna y consciente.
  Laberinto que seguiremos construyendo
paso a paso, cada noche.

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