domingo, 8 de abril de 2012

Relatos de la colonias. Nimbus (II parte)

  Las colinas habían quedado atrás y ahora el camino enfilaba rectamente las tierras de cultivo donde los habitantes de la aldea se afanaban en obtener los preciados cereales y frutos que constituían la base de la dieta en la colonia. Merced a una intrincada red de estrechos canales que atravesaban, entrecruzándose, lo que antes no eran más que terrenos baldíos, habían conseguido hacer productivos estos campos. Las semillas, traídas de la Tierra, fueron procesadas y perfeccionadas durante años hasta conseguir variedades que se adaptaran a las rigurosas condiciones imperantes en este mundo.
  Cada cierto trecho eran visibles las torretas de riego que, tomando el agua de los canales, producían una especie de tenue lluvia artificial; y, aquí y allá, grandes máquinas cosechadoras, detenidas, parecían hibernar esperando el momento de la recogida.
  Cerca ya de la aldea, un puente cruzaba el ancho río de aguas amarillentas que atravesaba la región. Junto al puente, la gran estación depuradora extraía incesantemente el agua, la despojaba de los perniciosos elementos que la hacían inutilizable para los humanos, y la impulsaba hacia los canales de riego a través de las tuberías que, a modo de radios, arrancaban de su interior.

  Al llegar a la aldea, Krause notó una sensación extraña; alguna llamada interior, subconsciente, le instaba a mantenerse alerta, sospechando algún peligro. En seguida se dio cuenta de que algo pasaba. Ningún ruido, ningún síntoma de actividad, nadie a la vista. Cayó en la cuenta de que esa misma quietud reinaba en los campos de cultivo que poco antes había atravesado. Todo parecía estar en orden, pero las calles se hallaban desiertas. Ningún vehículo, excepto el suyo, transitaba por ellas, nada se movía. Hasta el aire parecía haberse detenido. Paró el coche y comenzó a andar entre los achatados edificios sin encontrar a nadie. Caminó unos cien metros por una empinada calle hasta desembocar en una plaza de forma octogonal, en cuyo centro se elevaba una sencilla escultura, una especie de obelisco con forma de prisma de tres caras, las cuales estaban cubiertas de inscripciones conmemorativas. Había esperado encontrar cierto bullicio en aquel sitio, espacio central de la vida ciudadana local, pero la misma calma y la misma soledad envolvían el lugar.
  El silencio, un silencio devastador, martilleaba en sus oídos y varias veces se detuvo, aguzando los oídos, creyendo haber percibido algún sonido. Ilusiones que su mente perpleja producía ante la inusitada falta de estímulos auditivos.
  Llegó a la Oficina Científica, donde debía entrevistarse con el comité local de investigación. La puerta estaba abierta. Recorrió los pasillos atisbando en el interior de las habitaciones según pasaba. Algunas máquinas seguían funcionando, a pesar de que no había nadie para atenderlas. Algo llamó su atención: una especie de polvo blancuzco cubría el suelo en algunos lugares, formando pequeños montones. Rápidamente lo asoció con algo que había visto antes, pero que había pasado por alto. Volvió afuera y observó que en el suelo, por todas partes, había restos del mismo polvo. Súbitamente una ráfaga de viento se levantó y arrastró el polvo, levantándolo en el aire, arrojándoselo a la cara, como la arena de la playa en un día de viento.
CONTINUARÁ



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