sábado, 14 de abril de 2012

De fulgurar triste la ciudad

  La mañana pálida se abría paso sobre el conocido fragor urbano. A través del ambarino cristal de la sala de reposo, gozaba de una atenuada visión de la febrilidad circundante, sazonada con el repiqueteo de una lluvia fina pero persistente. Hoy casi nadie se había levantado. Yo, en realidad, solo había conseguido llegar desde la cama hasta este sillón próximo a la ventana. 
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La ciudad, vista desde lejos, ofrecía una perspectiva hiriente; era como una burbuja de neblina espumosa, oscura y fétida. Estratificada, lenta. Incluso desde la distancia se podía intuir la febril actividad que contenía. Humos espesos, opresivos, componían un horizonte ficticio. Un cinturón tridimensional de basuras y desechos. Una rutina asfixiante. La enormidad de la ciudad parecía reducida, sintetizada, por aquel ominoso entorno.
Era en este lodazal donde malvivían como ratas los desechos de la plebe que habitaba la ciudad. Expulsados por la jauría humana que se había adueñado de ella, todos aquellos que ya no eran útiles, habían de buscar refugio entre la podredumbre y el frío, entre la iniquidad y el olvido.

Al entrar en la ciudad, inmediatamente se sentía un olor intransitable, compuesto de miles de matices, ninguno lejanamente agradable, que lo llenaba todo. El café que se tomaba en las terrazas participaba de ese olor, las golosinas expuestas en los anaqueles de las confiterias , los buñuelos que el ganapán se afanaba en redondear en la ajada marmita, el algodón de azúcar, todo participaba de esa conspiración contra los sentidos cuyo único fruto era ese pastoso sinsabor al que hemos acabado acostumbrándonos. Las flores de los escasos jardines, cubiertas de una fina capa de hollín, morían sin poder ofrecernos un aroma hace tiempo olvidado.
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 Los paredones grises, los muros desconchados, los aleros poblados de moho y cristales rotos, las barandillas herrumbrosas, restos de carteles engomados, medio despegados, a merced del viento. Los sótanos de luz grasienta, los faroles encorvados sobre el asfalto, vigilantes; la miseria que se respira, los cuerpos agotados, sin lucha ya en ellos. Ni perdón, ni ilusiones. Volvían del trabajo, como muñecos de función benéfica, maltratados, deshilachados, dejando a su paso un reguero de serrín añoso. Con un rostro ya no amargo: inexpresivo.

CONTINUARÁ





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